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viernes, 23 de marzo de 2007

El primer té es amargo cómo la vida. El segundo es dulce cómo el amor. El tercero es suave cómo la muerte.


Hoy la Tetería es como un templo dispuesto para ofrecer culto al té. El silencio, la semipenumbra propiciada por las decenas de velas distribuidas por todos los rincones, el penetrante aroma del incienso que quema en la entrada y una suave música árabe me acaricia sin impedir oír el ruido de los chorritos de agua de la fuente del fondo. Aunque hay más personas, apenas percibo sus siluetas.
Me acomodo en el suelo entre los cojines. Estoy impaciente por probar el té pero no hay prisa en servirlo. Los oficiantes lo están preparando lenta y concienzudamente, respetando todos los pasos y tiempos que marca el ritual. La prisa podría ahuyentar la magia. El té debe ser preparado con respeto y recibido con gratitud.
Por fin, una sombra que se desplaza silenciosamente sin apenas pisar el suelo deja una bandeja en mi mesa con un vaso preciosamente decorado de filigranas. Un brazo femenino tatuado que me resulta familiar levanta la tetera y lanza con destreza un chorro desde cierta altura llenando el vaso de espumeante té y desaparece con el mismo sigilo felino como ha llegado. Con excitación mal contenida, cojo el vaso por los extremos para no quemarme y lo acerco a la nariz. La proximidad del té caliente agita mis deseos ávidos de placer. Me dejo embriagar por el aroma de la menta fresca. Es el preludio de la culminación de sabores que me llevará quemándome dolorosamente sorbo a sorbo, al éxtasis tan inevitable como deseado.

El primer té es amargo cómo la vida. Lo bebo con breves sorbos para no quemarme demasiado. Noto como lentamente me penetra muy adentro dejando un camino caliente a su paso. Empiezo a sudar ligeramente a pesar de que la temperatura de la sala es mas bien fresca. Caigo en un estado de placidez. La prisa se ha desvanecido. Los pensamientos fluyen parsimoniosamente durante no sé cuánto tiempo hasta que la misma mano rellena nuevamente mi vaso y desaparece.

El segundo té es dulce cómo el amor. Ahora bebo el té con largos sorbos. Esta vez ya no me quema a su paso. Mi respiración se enlentece, mi corazón se relaja contagiado de la calma del momento, mientras mi mente planea por las alturas con total libertad como Juan Salvador Gaviota.

El tercero y último té es suave cómo la muerte. Esta vez vacío el vaso lentamente, con la oculta intención de que no se acabe nunca. Saboreo el té como la vida: poco a poco, momento a momento, respiración a respiración, deteniendo el tiempo. La música ha cesado dejando todo el protagonismo al agua. Soy consciente de que no habrá un cuarto té. Ningún otro té podría superarlo. La infusión como eficaz droga golpea mi voluntad y mi deseo. Entorno los ojos. Mi mente piensa con gran lucidez y se concentra en detalles que hasta ahora me pasaban desapercibidos. Descubro nuevos colores, sonidos y formas que aparecen en recuerdos de hechos ya lejanos. Soy como un espectador que contempla la vida desde fuera y puede observar sin prisas cada detalle como si pudiera congelar la escena a mi capricho. Las situaciones de todo tipo se suceden a mí alrededor, me implican, me provocan pero no me afectan, inexplicablemente me mantengo inalterable y controlo sin esfuerzo todas mis reacciones. Consigo ser Yo mismo y disfrutar sin trabas. Si deseo reír, río; si deseo llorar, lloro.

En la
Tetería se ha producido algo inexplicable. Poco a poco el tiempo se detiene y parece que estoy en una nueva dimensión, en la que la idea del Tiempo como un devenir lineal e imparable que aprendimos se desvanece, para seguir trayectorias cíclicas en espiral que vienen y van. Los acontecimientos fluyen con una calma que apacigua fácilmente el espíritu diluyendo las preocupaciones entre sorbo y sorbo de té.
Finalmente, después de un rato impreciso, el Tiempo de siempre vuelve a apoderarse de mí y me devuelve paulatinamente a la realidad habitual. Pero ¿Cuál de las dos realidades es real?

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