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lunes, 23 de junio de 2008

EN SAN JUAN

Era la noche de San Juan, la vigilia más corta, la del solsticio de verano, la velada de las brujas, la de la oscuridad mágica, la de las sombras luminosas. San Juan Bautista, el decapitado patrón del Temple; en esa noche, según Artur, la secta se reuniría en una vetusta iglesia gótica cercana a la plaza de Cataluña. Me dijo que la liturgia católica celebra siempre las muertes de sus santos y solo el nacimiento de uno: el del Bautista, y que este se sitúa en el calendario precisamente en el punto opuesto a la Navidad, celebración del natalicio de Jesús, en el solsticio de invierno. Las fechas no fueron escogidas al azar, sino que se superponen a las celebraciones populares de los solsticios que arrastran consigo ritos paganos y esotéricos precristianos. Y que los caballeros del Templo de Jerusalén participaban plenamente en ellos.

La Verbena
Era un denso pinar que llegaba hasta la playa. Cuando llegamos, una hoguera ardía en la arena. Unas sesenta personas bebían y charlaban sentadas en el suelo. Empezó a sonar el tamborileo de unos bongos a los que pronto acompañaron otros más, y luego más. Casi todo el mundo tenía un instrumento de percusión y marcaban un ritmo acelerado que poco a poco alcanzó una cadencia frenética.
El rumor de las olas se perdía en aquel fragor y la hoguera alzaba sus llamas hacia lo alto formando una corona de pavesas que querían jugar a ser estrellas por unos instantes. Luceros fugaces, fuegos fatuos de resina y pino. Era hermoso y me pareció estar en otra civilización, en otro mundo. Una muchacha de pelo recogido en varias trenzas, camiseta y falda larga ajustada se levantó, y como en trance empezó a mover brazos y caderas al compás enloquecido que la multitud marcaba al unísono. Su silueta se recortaba contra las llamas de fondo, cual sacerdotisa de culto pagano, sirena bailarina que atraía a los navegantes de la noche al fuego. Los que no tocaban bailaban y la noche se hizo rito vudú. Me noté compartiendo aquel frenesí multitudinario y cómo mi cuerpo se movía a la par. Entonces fue cuando el aire vibró con un sonido agudo, que penetraba, perforándole a uno por dentro, y si el ritmo de la percusión hacía mover los pies aquello me movía el alma.
No sé cuanto tiempo estuvimos bailando. Las llamas de la hoguera habían menguado, el tamborileo se apaciguaba y entonces fue cuando Oriol vino hacia mí y me contó que el fuego significa purificación, renovación, quemar lo viejo para empezar de nuevo. Y cuando en la noche mágica de San Juan, saltas la hoguera con alguien, haces las paces con esa persona, quemas malos rollos, buscas perfeccionar tu amistad, o tu amor.
-¿Saltarás conmigo? –le pregunté.
- No lo sé seguro – me guiñó un ojo- Todo lo que se perdona, todo lo que se pide brincando sobre el fuego la noche de San Juan lo registran las brujas en un gran libro. Es un compromiso para siempre.
Volamos por encima de las llamas, yo caí un poquito más atrás que él, en las brasas, pero no me detuve allí ni medio segundo, tanto por el impulso de la carrerilla como por el tirón que él me dio.
Continuaban aún los saltos sobre la hoguera cuando una chica se quitó la camiseta, para echarla a la lumbre, dejando al descubierto unos pechos bien ubicados, abundantes. No sé si aquello era costumbre de aquella tribu troglodita o invención del momento, el caso es que el gestó triunfó y más mujeres siguieron su ejemplo quedándose desnudas de cintura para arriba aunque sin ofrecer resultados tan espectaculares.
Para cuando el cielo rompía en tonos claros y en los instantes interminables en que la luz parecía no aumentar, sino incluso disminuir su intensidad, como si el mar se la tragara para aclarar sus propios colores, todo el que tenía algo que sonara al golpear lo estaba batiendo en una impresionante algarabía de entusiasmo exaltado. Luego un punto de oro brilló en la línea de un mar dormido y un cielo sin nubes. El zafarrancho aumentó incluso por un momento y todos se pusieron a gritar saludando al astro. Yo también lo hice. Eran trogloditas adorando a su dios, y yo una más entre ellos. Poco a poco, creando una línea de luz dorada sobre el horizonte, viniendo hacia nosotros, multiplicándose sobre las olas mansas, el sol, que hería ya incluso los ojos entornados, fue subiendo hasta despegarse del océano. Fue entonces cuando un muchacho y una chica, desnudos, entraron entre saltos y gritos al agua. Y otros les siguieron y luego más. Vi que Oriol se quitaba la ropa y, ya completamente despejada de mi modorra de minutos antes, pensé que mi amigo no estaba nada mal dotado.
-¿Vienes? – dijo.
Nunca me había expuesto antes desnuda en público, y pocas veces en top less, pero no esperé una segunda invitación.
Versión libre de la estupenda novela. El Anillo, de Jorge Molist.

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